Trinidad, Ciudad Colonial de Cuba

La villa colonial mejor conservada de América, al decir de muchos, y considerada una joya de la cultura iberoamericana.
Cuentan las crónicas de antaño que el conquistador español Diego Velásquez buscaba un lugar apacible y hermoso para disfrutar la Fiesta de la Navidad en 1513, en esa isla de ensueños que era Cuba.  Había fundado ya las villas de Asunción de Baracoa, la primada, y San Salvador de Bayamo, en el oriente, pero el sortilegio de aquella naturaleza salvaje y llena de sorpresas, lo hizo dirigirse al resto de la ínsula y en la parte central-sur, junto a las márgenes del río Guaurabo, decidió asentarse. Aquel era un lugar donde podía valerse de la mano de obra de la población aborigen para sacar el mejor fruto a las tierras fértiles del territorio, privilegiado además por la cercanía de tres puertos bien abrigados y propios para el avituallamiento y salida de las expediciones.
Ante tantas posibilidades y atractivos, el Adelantado Diego Velásquez decidió fundar en enero de 1514, hace 490 años, la Villa de la Santísima Trinidad de Cuba, reconocida tras el paso de más de cuatro centurias como Patrimonio Cultural de la Humanidad, una alta condición que otorga la UNESCO.
Ciudad Museo del Mar Caribe
El tiempo, tirano como dicen muchos, no ha podido sin embargo borrar la huella del antiguo esplendor que distinguió a la ciudad de Trinidad, en el centro-sur de Cuba, una de las más prósperas de la Isla durante las primeras décadas del pasado silgo XIX.
En la denominada Ciudad Museo del Mar Caribe se vela cuidadosamente cada elemento arquitectónico o piedra de sus calles, para que sigan guardando la mayor similitud con los proyectos originales.
Constituye un lugar de una autenticidad que no es casual, donde parece haberse detenido el tiempo y mo para mal, sino para bien patrimonial tangible de la cultura, no solo desde el punto de vista arquitectónico, sino también de sus tradiciones y raíces más autóctonas.
Quien la visita queda maravillado por las habilidades manuales de las bordadoras y tejedoras de prendas de vestir, o de aquellos artesanos que sacan del yarey, la yagua o el guaniquiqui –fibras vegetales que abundan en la zona- carteras y sombreros que los turistas adquieren para atenuar la calidez del sol del trópico, mientras cámara en mano atrapan imágenes que semejan postales coloniales.
Las calles empedradas, en tramos estrechas, se pueblan de esos hombres y mujeres que igualmente infinidad de souvenirs realizados en madera tallada o en barro enriquecido por la técnica de la alfarería, con elementos que destacan la cultura e historia de la ciudad.
Uno de los aspectos más apreciados por los numerosos turistas que visitan esta ciudad es precisamente su sostenibilidad, el hecho de que en lo que parece una ciudad museo palpite, al mismo tiempo, la vida en la más perfecta armonía. Tras las rejas de las viviendas, que semejan filigranas de encajes, se desenvuelve el cotidiano quehacer de las familias, fieles veladoras del cuidado y conservación de su ciudad. Desde los amplios ventanales, por lo general siempre abiertos, se da la bienvenida a los visitantes o se escuchan, ya entrada la noche, tonadas trinitarias, expresión de antiguas tradiciones.
Tanto en las instalaciones hoteleras como en muchas residencias que ofrecen hospedaje y comida al turista, se vela por mantener la exquisitez del menú criollo, donde el cerdo asado, el arroz congrís, la yuca con mojo y la ensalada de estación, acompañada de la refrescante cerveza, deleitan el paladar del más exigente.
Todo en Trinidad invita al paseo, partiendo de la Plaza Mayor que los españoles establecieron al fundar la Villa, la cual se halla en el mismo lugar con su añejada belleza, que hace evocar a quien pasea por sus áreas o descansa en uno de sus bancos, aquellos tiempos cuando se escuchaba el pregonar de los vendedores de frutas y las esclavas acompañaban en sus paseos a las encumbradas señoritas de la más rancia aristocracia trinitaria.
La palma real, árbol que identifica la nacionalidad cubana, ofrece la fresca sombra que todos agradecen y adorna este enclave en cuyo entorno sobresalen las mansiones señoriales de otros tiempos, con su singular arquitectura, cuyo peso decorativo se centra en la ornamentación neoclásica, vista en murales, molduras, jambajes de madera y en las hermosas rejas.
Entre esas edificaciones figura el Palacio Brunet, ubicado en una de las esquinas de la plaza y que en la actualidad acoge al Museo Romántico, instalación que sufrió algunos cambios con el tiempo, pero que conserva en muy buena medida su aspecto original de 1808.
Igualmente complementa ese entorno la Parroquia Mayor y otros palacetes que atesoran piezas museables.
Sobresalen como elementos de la cultura popular más de 30 festividades, entre las cuales se inscriben el carnaval trinitario o Fiestas de San Juan, durante las cuales se disfrutan las charangas, mezcla de manifestaciones de los teatros español y negro, así como el Baile de la Cinta que en sus orígenes se bailaba alrededor de un árbol, pero con el tiempo se trasladó a la calle como la compara El Cocuyé.
Expresión de la presencia africana, llegada a esa región por la necesidad de mano de obra fuerte y resistente es, sin dudas, el Cabildo de los Congos Reales.
Toda esa mezcla de elementos hacen de Trinidad, la emblemática ciudad situada entre las montañas y el mar; y considerada como la villa mejor conservada de toda América al decir de muchos especialistas.
Es de hecho un sitio inolvidable y grandioso para quienes buscan la arquitectura del pasado, las leyendas y tradiciones, las raíces culturales nacidas de la fusión de varias razas.
También representa un destino ideal para aquellos que gustan del turismo de naturaleza, por contar a solo 20 kilómetros de la ciudad con el Gran Parque Nacional Topes de Collantes, que con sus senderos ecoturísticos, observatorios de aves, saltos de agua y otros atractivos, sirve de sede a TURNAT 2004.
El Valle de los Ingenios
El auge de la villa se debió, fundamentalmente, al fomento de la industria azucarera, que permitió levantar varios ingenios en el cercano valle de San Luis, un bello paraje rodeado de montañas e irrigado por las aguas del generoso río Alabama. Al compás del incremento azucarero nacieron sólidas fortunas y se originaron apreciables cambios económicos y sociales en la región.
Un cronista de la época, Ramón de la Sagra escribió: “Todo el valle de Trinidad pertenece a un corto número de hacendados que lo han cubierto con sus ingenios y potreros, sin dejar casi nada para los cultivos menores de los sitios y estancias”.
Destacó también el hecho de que ya en fecha tan temprana como 1860, las tierras del Valle de los Ingenios habían perdido la fertilidad necesaria para el cultivo de la caña de azúcar.
Ese fenómeno, unido al desarrollo paralelo de puertos como el de la cercana ciudad de Cienfuegos, abiertos al comercio libre, arrebató a Trinidad su privilegiada posición. Los antiguos ingenios fueron desapareciendo y sus campos se convirtieron en simples colonias de un solo central.
Pasó el tiempo, pero hoy sigue viva la leyenda del Valle de los Ingenios, y algunas de las grandes viviendas de las plantaciones, quintas de temporadas y casas de trabajo, continúan en pie.
Todavía se puede admirar, como vestigio de la grandeza de antaño en los alrededores de Trinidad, el elegante campanario de la torre del ingenio Manacas-Iznaga, declarada junto a esa ciudad Monumento Nacional.
También se puede ver la casa del antiguo Central Bella Vista, construida en la cuarta década del siglo XIX por el rico gaditano Don Pedro Malibrán, con el más rancio estilo romano.
Igualmente sobresale, por su auténtico estilo criollo, la vivienda del ingenio Guáimaro, uno de los más productivos de aquella época. Entre los restantes del batey de Manacas-Iznaga figuran algunos bohíos de un poblado de esclavos, considerado entre los mayores hasta 1857.
La colorida vegetación del Valle de los Ingenios rodea con su magia a esos vestigios de un pasado que forma parte de la historia cubana.

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