La Habana, ciudad privilegiada.



Desde sus inicios, el 16 de noviembre de 1519, La Habana ha sido una ciudad privilegiada.
En los albores de su historia, la Corona española convirtió el puerto habanero en un lugar de paso, de enclave, de punto de reunión de las flotas procedentes del viejo continente, que hacían estancia en hospederías y tabernas. A la par que se enriquecía y se relacionaba con el mundo, logró un florecimiento del comercio y fue protagonista de un poderoso intercambio entre culturas.
En 1592, una Real Cédula la declaró Ciudad Llave del Nuevo Mundo y Antemural de las Indias Occidentales.
La ciudad crecía urgente junto al tropeloso andar de los carruajes, sobre los caprichosos adoquines de sus avenidas; deslumbrantes vitrales de colorido - muy criollo - eran seducidos por la fina sensualidad de sus rejas; y se asomaban en los balcones, sonrisas de helechos y sábanas blancas. La Habana abrazaba el alba y los encendidos atardeceres por la Alameda de Paula.
Sedujo a un chiflado caballero andante de París y danzó entre tambores que evocaron sus raíces africanas, españolas, aborígenes y chinas; con el mágico aroma de un buen puro, la elocuencia de un pregón, la sabrosura de un aguardiente en la Bodeguita del Medio o un refinado Daiquirí en su esquina de El Floridita. 
No en vano Carpentier la describió en su novela El siglo de las luces, como esa Habana rumorosa, olorosa de cueros, de tabacos, de productos de exportación. Y, uno de sus hijos ilustres, el Doctor Eusebio Leal Splenger, la denominó “crisol de estilos y costumbres“, a esta cosmopolita ciudad que hechiza.
Patrimonio de la Humanidad, a más de cuatro centurias de su despertar y gracias a la encomiable labor de un sinnúmero de hombres y mujeres de bien, aunados por la Oficina del Historiador de la Ciudad en una meritoria labor de restauración, aún podemos visitarla, en su entorno colonial y modernísimo.
La Habana nació a la sombra de una ceiba, de ahí quizás le llegue la buenaventura a la hija más bella del Caribe; que a su belén criollo asistiera el mismísimo San Cristóbal con el niño Jesús al hombro, para bendecir a esta perla tendida a la orilla de una bahía que la seduce, día a día, con el suave crepitar de sus olas.

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